La tarde había caído y en las calles del barrio apenas se veía movimiento. Parecía como si casi todo el mundo estuviera aguardando que cayese la noche protegiéndose del calor resguardado frente al ventilador. En aquella zona de la ciudad, como tantas otras imagino, la vida latía débil: camareros solitarios, tiendas a medio gas y esa sensación de que los parques ya han cerrado sin aguardar a la noche.
Por un momento pensé que paseaba solitario, al borde de las orillas de entonces, convertidas en aceras ardientes por el verano de ahora. Así fue como llegué hasta allí, a buscar una bebida caliente mientras aquellos tipos de la barra pasaban la tarde entre cartas y debates futbolísticos.
Y fue así cómo descubrí a aquella señora alta y pelo blanco que atendía el local con una amabilidad que ya le hubiera gustado a muchos. "Yo normalmente cobro 1,70 por el Cola-Cao, pero a usted se lo pongo a 1,10", me dijo cuando me dispuse a pagar tras haberme dejado para mí solo la lechera con la que rellenaba cafés. Toda una lección de cómo enganchar a un nuevo cliente sin necesidad de más. Me gustó aquella mujer a quien los clientes llamaban Susi, en un bar de barrio, ese mismo en el que se respiraba la cotidianeidad de una ciudad que esperaba a la noche para dar rienda suelta a la luz de las terrazas y la diversión de sus vecinos.
Igual que la que sentí perdido por las calles de San Millán, cruzando laberintos entre sus viviendas y observando, incrédulo, cómo aún existían cabinas que habían sobrevivido al tsunami de los móviles. Una vez más, el barrio me había dado una lección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario