Ojalá el mundo fuera de otro modo. Ojalá no desayunáramos en España con noticias de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas, o de que los jóvenes usan las nuevas tecnologías como método de control de las personas amadas. Ojalá la conciliación laboral no fuera irse limpiando los restos de papilla o puré en el ascensor, mientras te miras de reojo en el espejo para ver si vas peinado/a, camino del trabajo. O dejar a tus hijos en otras manos, por cualificadas que sean, y volver sabiendo que tu jornada laboral ha terminado pero empiezan de nuevo la cena, los baños, la comida del día siguiente, y deberes, mamá papá, qué me pongo mañana, no me gusta la cena, cuéntame un cuento, prepárame el bocadillo y basta.
Y esto en un oasis limitado, en el reducto protegido a veces por cuchillas, donde viven las privilegiadas que pueden acceder a un trabajo sin permiso de sus padres o maridos, y disfrutan de bajas maternales y de una sociedad que castiga la violencia y que sobre el papel considera que hombres y mujeres son iguales.
Fuera, en la intemperie, se aprueban leyes para incluir en el código penal la lapidación de las adúlteras, se trafica con niñas que no levantan ni un palmo del suelo o se agrede a las que como Malala se empeñan en algo tan subversivo como acudir a la escuela. Contra esto no basta reflexionar un día sino trabajar un año entero y recordar que un cambio de mentalidad es posible. Ojalá no hubiera que escribir cosas así ni que dedicar unas líneas al día contra la violencia. Y ojalá eso suceda no en nuestra pequeña parcela de realidad, sino en la realidad entera, y por fin el mundo sea de otro modo.
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