Hace unos días me preguntaron qué me hubiera gustado ser de no ser lo que soy. Yo, que tengo reacciones lentas y se me da fatal improvisar, me quedé callado buscando una respuesta mínimamente coherente. Ese tipo de respuestas que sólo encuentras cuando ya es demasiado tarde, allá en el silencio de la noche, en ese duermevela en el que todos somos clarividentes, ingeniosos y elocuentes. En el lapso de tiempo que está entre el sueño y la vigilia, puedo hablar con fluidez hasta en tres idiomas diferentes y tener ideas brillantes que me deslumbran hasta que llega el alba. Pero la dichosa pregunta me la hicieron a las doce de la mañana, de modo que estaba bastante escaso de ingenio y elocuencia y apenas si podía hablar en castellano. Total, que no supe qué decir. Pero le seguí dando vueltas al asunto. Y así, pensando y pensando, di con lo que me gustaría ser si no fuera lo que soy (que no sé muy bien qué es).
Me encantaría ser una franquicia internacional. Ubicua e inconfundible. Estar en todas las ciudades importantes del planeta y, en julio y agosto, poder contratar a miles de personas maravillosas en turnos de mañana, tarde y noche, para atender sin descanso a mis queridos e incondicionales clientes. Un disparate, lo sé, porque, siguiendo el símil de los establecimientos comerciales, yo sólo soy el equivalente a una pequeña tienda de barrio; una tienda con un único empleado a la que le es imposible abrir todos los días del año y que, cuando llegan estas fechas, necesita colgar el cartel de cerrado por vacaciones. Feliz verano, amigos. ¿Quedamos en Septiembre?
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