Sin caer en el burdo pasatiempo de la nostalgia, o en el manido pretexto de que cualquier tiempo pasado fue mejor, echen un vistazo a los regalos de Reyes de los niños que tengan más a mano. Olvídense de cuando nos encontrábamos bajo el árbol calcetines y bufandas o de las historias de los abuelos sobre naranjas o caramelos envueltos en papel de regalo.
Estamos en el siglo XXI y en la mayoría de los hogares (no en todos, por desgracia) frutas y chucherías ya no son artículos de lujo. Cubiertas las necesidades básicas, comienza la avalancha de la tecnología. A partir de una edad que no es la recomendable, los niños reciben móviles, tabletas o todo tipo de videoconsolas, portátiles o no portátiles, que convierten el salón en una sucursal de la Nasa.
Se acabaron los balones, las muñecas, los juegos de mesa y hasta los de construcción. Eso queda para los pequeños, para los que aún juegan en grupo y comparten grúas o coches teledirigidos. La imaginación, ese bien tan escaso, se mantiene confinada en una franja de edad muy reducida. Nos quejamos de que los niños crecen pronto, pero enseguida colocamos un móvil en su mano (para qué lo querrá alguien que está permanentemente localizado), una tableta para que juegue en soledad, o una consola para que se aísle del resto del mundo.
Y todo a un precio nunca razonable. Es mucho más cómodo, por supuesto. Jugar al parchís, salir a la calle a tirar canastas o meter goles, construir arquitecturas, requiere el tiempo de los padres. Pagamos un dineral por juguetes que no lo son tanto, cuando el tiempo compartido, que tampoco tiene nada de juego, es gratis y mucho más necesario.
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